lunes, 10 de noviembre de 2008

Una breve historia de decadencia

De la época en la que me gustaba recibir regalos, aún recuerdo que lo mejor era desempaquetarlos. Rasgar el papel era el regalo en sí: durante unos breves segundos, aquello podía ser casi cualquier cosa y los límites desaparecían. Quizá por eso –y por cierta tendencia a la decepción-, una vez desenvuelto el paquete había más de desilusión que de sorpresa o agradecimiento. Aquello ya era algo y no, como apenas un minuto antes, todo. Y así, poco a poco, me dejó de gustar recibir regalos [Además, podría abundar en el hábito cada vez más común de regalar siendo el hecho de regalar el fin en sí mismo del regalo. Generalmente, no se da pensando en quien recibe, sino que el motivo es la misma persona que regala: ‘Esto es lo que te doy porque pienso que es lo que te gustaría’. Y no es así. Regalar es la certeza de saber que vas a hacer feliz a quien recibe el obsequio. Y que sea así no suele ser algo común, aunque hay excepciones]

Hoy –y sé que no soy el único-, lo poco que queda de esa ilusión lo suelo encontrar en los suplementos dominicales. Por ejemplo, el de El País del pasado domingo. Detrás de la insulsa portada de una Eva Mendes a la que confundí con Cindy Crawford –que supongo que es lo que se pretendía-, encontré dos pequeñas joyas: un reportaje sobre el parque de atracciones de Coney Island y una entrevista con Lou Reed.

La cierta tendencia a la decepción que mencionaba es, creo, una inclinación a la melancolía, que también se manifiesta en la preferencia por un invierno que aquí nunca llega –por algo esto es La Casa de Nieve- y un espíritu, en cierto modo, decadente. Coney Island está en Brooklyn, y cualquiera que haya visto Smoke o Blue in the face sabrá qué significa. Brooklyn es, de los barrios que componen la ciudad de Nueva York, el más middle class, con todo lo que ello implica. Todo es sencillo, familiar, con un cierto encanto de aromas viejos que se pretende conservar. Y Brooklin es también una decepción no superada. Tras la gran depresión americana, e incluso en el tránsito de la Segunda Guerra Mundial, Brooklin vivió su esplendor, que fue modesto. El barrio, sus habitantes, fueron discretamente felices, también en torno al parque de atracciones de Coney Island. Supongo que era un tiempo más sencillo, donde aún se podía descubrir el mundo. El cine era recientemente sonoro, y se consideraba un milagro, más aún cuando la televisión era un lujo al alcance de muy pocos. El circo permitía ver maravillas de todo el mundo, y la inocencia que aún pervivía dejaba ver rostros de asombro ante un tigre enjaulado, un trapecista o risas sinceras ante el gag de un payaso. La pobreza era aún un recuerdo reciente, y en apenas una década, en New Deal de Roosevelt había generado una gran clase media que, en Nueva York, vivía en Brooklyn, tras el puente, donde el East River hacía de frontera entre Manhattan y la reciente clase media del barrio. Y, claro, estaba la radio. Y para qué seguir describiendo la nostalgia, si ya lo hizo Woody Allen en 1987.

Pero aquel Brooklyn, en cierto modo, murió. Exactamente en 1957. Para el barrio, su equipo de béisbol, los Dodgers, eran el alma, el orgullo de la ciudad. Contaban con el mejor jugador del momento, Jackie Robinson, un negro con el que no resultaba difícil identificarse: las dificultades que tuvo que afrontar en 42 de los Dodgers no distaban demasiado de las que muchos de los habitantes del barrio habían vivido en carne propia. Por eso, el título mundial de los Dodgers, en 1955, llenó al barrio de orgullo en dosis sólo equivalentes a la tristeza que sintieron los brookliners cuando, apenas dos años más tarde, el dueño del equipo trasladó a los Dodgers a Los Ángeles. Fue una triple derrota para Brooklyn: primero, ante el propio estado de California, que se llevaba a su joya a un terreno mucho más glamuroso que la modesta rivera del East River; segundo, ante Manhattan, que veía como el otro equipo de la ciudad, los Yankees, quedaban definitivamente por encima de los Dodgers, ya no de Brooklyn, sino de Los Ángeles; y tercero, ante sí mismos, que perdían su orgullo sin poder hacer nada al respecto. Así, Brooklyn entró en decadencia –los años 60 hicieron el resto- y el barrio perpetuó la nostalgia, la melancolía y un cierto estilo de vida, sencillo, de pequeños placeres, de hábitos cotidianos… De, por ejemplo, anécdotas en un estanco.

Mientras Brooklyn decaía, uno de sus hijos, Lou Reed, tomaba Manhattan. La Factory, Andy Warhol, la Velvet Underground… Reed y su música rehicieron Nueva York y crearon un cierto estilo, un inconformismo vago, quizá herencia de Brooklyn, pero desde el mismo centro de Manhattan, en la calle 33, entre Madison y Park Avenue. Latas de sopa, Elvis, Coca-Cola, Marilyn… La iconografía de los años 50 –la del esplendor de Brooklyn- envuelta por la bohemia neoyorquina y la decadencia de la propia Velvet, antesala de un glam con dosis obligadas de prozac –tal vez anfetaminas- del que Lou Reed sería emblema en la primera mitad de los 70. Por ejemplo, en Walk on the wild side.

El pasado domingo, en páginas consecutivas, leí lo poco que queda de Coney Island, lo poco que queda de lo que Brooklin fue. A través de una artista del burlesque –ni si quiera es Dita Von Teese- de aspecto newyorrican, se narra Coney Island pasa de especio decadente a un lugar sórdido, de peleas callejeras, de atracciones que no funcionan, de carteles desgajados por el óxido, de sonrisas congeladas por el tiempo, y que ya tienen un aspecto tétrico. Y, justo después, Lou Reed recita a poetas catalanes traducidos al inglés en el CCCB de Barcelona mientras lamenta no encontrar una buena traducción de Jorge Manrique en la lengua de Shakespere, hunde a Jim Morrison, se reivindica como poeta y apenas si habla de su música. Sólo lo hace para mostrarse orgulloso de que Julian Schanbel haya filmado el concierto en el que interpretó su álbum Berlin. A pesar de haberlo grabado en 1973, nunca había tocado ese disco en público. Sólo lo hizo hace un par de años. ¿Dónde? En Brooklyn. Claro.

The Glory of Love